En busca del Tiempo Perdido - Alguna alegoría
De todos modos, la niebla
que desde la víspera se había alzado en el mismo París no sólo me hacía pensar
sin tregua en la tierra natal de la muchacha a quien acababa de invitar, sino
que, como era probable que, mucho más densa aún que en la ciudad, habría de
invadir al atardecer el Bosque, sobre todo a la orilla del lago, pensaba yo que
convertiría un poco para mí la isla de los Cisnes en la isla de Bretaña, cuya
atmósfera marítima y brumosa había rodeado siempre a mis ojos como una
vestidura la pálida silueta de la señora de Stermaria. Realmente, cuando es uno
joven, a la edad en que tenía yo cuando mis paseos del lado de Méséglise,
nuestro deseo, nuestra creencia confieren al vestido de una mujer una
particularidad individual, una irreductible esencia. Persigue uno la realidad.
Pero, en fuerza de dejarla escapar, acaba por observarse que a través de todas
esas varias tentativas en que hemos encontrado la inanidad subsiste algo
sólido, y es lo que se buscaba. Empieza uno a despejar, a conocer aquello que
ama; trata de procurárselo, aunque sea a costa de un artificio. Entonces, a
falta de la creencia desaparecida, la costumbre significa un suplir esa
creencia mediante una ilusión voluntaria. De sobra sabía yo que no iba a
encontrar a media hora de casa la Bretaña. Pero al pasearme de bracete con la
señora de Stermaria por las tinieblas de la isla, a la orilla del agua, haría
como otros que, ya que no pueden entrar en un convento, por lo menos, antes de
poseer a una mujer, la visten de religiosa.
Proust
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