...
–¿Crees
que
se
refleja
mejor
en
un
cuenco
de
sake?
–preguntó
a
su
vez
Keiko,
mientras
se
sentaba
a
los
pies
de
Otoko–.
Sea
como
fuere
me
gustan
los
colores
que
hay
esta
noche
en
el
jardín.
–¿Sí?
–dijo
Otoko
y
se
asomó
al
jardín–.
Trae
un
almohadón,
¿quieres?
Y
apaga
las
luces
de
adentro.
Desde
la
galería
del
estudio
sólo
se
veía
el
jardín
interior
del
templo;
la
residencia
principal
interrumpía
la
vista.
Era
un
jardín
oblongo,
no
muy
artístico;
pero
la
Luna
bañaba
aproximadamente
la
mitad
de
su
superficie,
de
modo
que
hasta
las
piedras
lucían
colores
variados
por
efecto
de
las
luces
y
sombras.
Una
azalea
blanca
parecía
flotar
en
la
oscuridad.
El
arce
rojo
que
se
levantaba
cerca
de
la
galería
aún
tenía
hojas
tiernas,
pero
la
noche
las
oscurecía.
En
la
primavera,
la
gente
solía
tomar
por
pimpollos
las
yemas
rojo–brillante
de
aquel
árbol
y
preguntaban
qué
flor
era
ésa.
Otra
característica
del
jardín
era
la
profusión
de
musgo
pilífero.
–¿Qué
te parece si preparo un poco de té nuevo? –propuso Keiko.
Otoko
seguía
contemplando
aquel
jardín
que
le
era
tan
familiar,
como
si
no
estuviera
habituada
a
verlo
a
todas
las
horas
del
día.
Permanecía
sentada,
con
la
cabeza
ligeramente
gacha,
preocupada,
con
los
ojos
fijos
en
la
mitad
del
jardín
bañada
por
la
Luna.
...
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