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Había maderitas, cortezas, ramitas y restos de hojas. La acequia brotada, helada, desde la represa, era una espuma blanca, una nieve de espuma en movimiento. Teníamos el albardón y los árboles, algunos sauces criollos, grandes, grises y rasgados. Éramos la mano, la varita y el recuerdo de la Luna y el relámpago lejano. El Alto Arquero en tiro dispuesto y su blanco, pequeño, tembloroso. Una florcita blanca entre los dedos alzándose.
Siempre el fuego, el calor en la noche helada, un chocolate caliente y una charla de lo que incendia nuestras vidas y la hace estallar o acabar en una ceniza agria.
Y mi compañero, Samsa, viene y recuerda el satori donde el haiku se graba, nervioso, unos trazos veloces. Una llama quemando la maderita, y se entrega al fuego el deseo.
Eso me trajo Uspallata... lástima como duele ver la montaña nevada, más y más diminuta en la distancia.
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